viernes, 13 de julio de 2007

RAPA NUI De Panguipulli

Nos sentamos arrimados a una pequeña mesa, suficiente para poner la cajetilla, el par de vasos, las cervezas, los codos. En frente, una verdadera postal folklórica en constante movimiento. Seis tipos en rededor a una mesa un poco más grande. La más joven era la única mujer. En algún momento, supimos, venían de la cordillera, que habían estado meses tumbando árboles, que todos eran familia, que arreaban a yunta y que este era el primer día que llevaban libre. Yo no recuerdo más que eso.

La mujer no dejaba de mirarme. Me sentía incómodo, me acosaba, creo que trataba de ver qué tenía, que no, de dónde venía y por qué estaba ahí. En realidad, todos hacían lo mismo. Mi amigo pidió fuego y ella rauda, le entregó un cigarrillo ya encendido. Tengo, dijo, en un tono osco, más osco que cualquiera de los presentes pudo haber dado. Ella no lo tomó en cuenta, y se acercó en busca de respuestas. Preguntó cuál es su gracia, Gatica respondió mi compadre, entonces Cardani dije yo, preguntó qué teníamos, respondimos que veintiuno, veintidós años y una carrera universitaria a medio hacer, que porqué estábamos ahí, estábamos haciendo trabajos voluntarios en una escuela, haciendo una biblioteca. No sé leer, respondió sin pregunta. Luego yo pregunté y ahí empezó el drama. Que tenía veinticuatro, que tenía un hijo de dos años, más de dos años llevaba de no ver al padre, disculpe que llore, hace dos días había tenido la segunda cría y que el padre supuestamente estaba trabajando en Coñaripe, que con la misma excusa se había ido el otro.
Y ahí estaba la madre, en una cantina rodeada de leñadores, ya ebria, ya llorando, por cada drama exhibía un diente menos, contándole el drama de su vida a alguien que nunca la volvería a ver. Me tomó la mano y me hizo prometer que nunca haría cosa parecida, que era muy joven para tantas cosas, que me cuidara, que si no iba a terminar mal, poniéndose ella como ejemplo de no seguir. Un no moleste más a los jóvenes vino desde el frente. Ya desde otra mesa seguía diciéndome lo mismo, seguía haciéndome prometer.
Para pasar al baño había que pasar por la habitación en la que estábamos. Lugareño que pasaba, nos miraba como bicho raro y lanzaba preguntas o saludos. Un tipo con verdadera estampa de mamarracho, coronado con un gorro amarillo del Pato Donald se nos arrimó a la mesa. Nos preguntó lo mismo que la desdentada madre, lo mismo que todos con lo que hablamos. Luego dijo que era una especie de inspector municipal, que si anduviera trabajando llevaría una pinta que no lo reconoceríamos, que si anduviera trabajando nos podría pedir los carné, entre otras cosas que tenía el poder de hacer bajo su cargo, pero que no lo haría con nosotros, porque le habíamos caído bien. No lo tomamos en cuenta. Se acordó que iba al baño y al fin nos dejó.
En un bar los cruces de miradas son inevitables. Mi mirada paró en la del más viejo de los leñadores. No atiné a nada más que brindar. Brindar como se debe, creo yo, con el vaso a la altura de los ojos, mirándose a los ojos. Pero el viejo brindaba de otra forma. De mi mano, dijo, tome de mi mano, poniendo su vaso lo más cercano a mí. Para un ignorante citadino como yo, lo mejor que se puede hacer es acatar las reglas del local. Tomé el vaso de su mano y le ofrecí el mío, suponiendo que esa era la contraparte del rito. Ambos bebimos al mismo tiempo, con los ojos pegados hasta vaciar el vaso. Creo que esa ha sido una de mis pocas buenas primeras veces. El viejo le ofreció el mismo rito a mi compadre. No, gracias, tengo, respondió más osco que por el cigarrillo.
Chepo, se llamaba o le decían, no lo sé. El tipo sólo intentaba, por inercia, equilibrarse en la silla, atinar con el vaso en la boca. Lo conseguía, no sin mucha gracia. Era el único leñador que nos daba la espalda, creo que porque era el único que estaba lo suficientemente ebrio como para percatarse de la presencia de los forasteros. Chepo se veía como una casa de enanos, el vaso que sostenía se ocultaba por completo tras la palma, y la silla sin respaldo no era capaz de abarcar el tamaño de una de sus nalgas. En un momento, el leñador cayó a mis pies, así como los árboles que tumba. La cabeza fue lo primero en tocar suelo. Cayó entre mi pierna derecha y una de las patas de nuestra mesa. Mesa y yo nos salvamos de una fractura segura. El tipo del gorro de Pato Donald volvió a pasar al baño. Ahora él había dejado de ser inspector municipal, para ahora ser médico. Eso fue lo que nos dijo al resto de los leñadores y a mí que intentábamos parar a Chepo. No lo muevan, insistía. Luego de un examen a los ojos, de revisión a la cara, de una pausa, dio su diagnóstico: Está curao. Mi compadre miraba distante, intentando evitar la risa, intentando, según él, no dar excusas para una riña.
La cantinera sin presentarse como médico tenía la cura. Un balde de agua que a quemarropa fue a parar en pleno rostro y pecho del otrora inconsciente. Chepo reaccionó algo. Nos ayudó a que lo pudiésemos parar. Todavía estilando, bebió lo que le quedaba a su cerveza y al rato se fue.
Al rato ya las mesas eran una sola. Era un ir y venir de gracias, de prontuarios e identificaciones. Faltaban unas cuentas cervezas, las que fui a buscar a la barra. La cantinera todavía trapeaba el charco que evidenciaba el lugar exacto de la caída de Chepo y la estela de agua que dejó como rastro. En ese tanto comencé a hablar con un par de tipos que estaban en la barra. Los tres apostados en ella, medio nos presentamos, mientras yo esperaba el cese del trapo, la vuelta de la cantinera. A medias también me atendió y volví con el encargo a la mesa en donde ya se iba en la mitad de una historia. Si las historias son buenas, pensé, mi compadre Agustín me las contará después. Dejé las cervezas y volví acompañado de una malta y un vaso a la barra.
Y ahí estaba en la barra de un bar, de mala muerte según el cliché, según aquellos que nunca han estado en un bar, que nunca han visto en la mirada del desconocido al hermano, que nunca han brindado de corazón con alguien que carece de nombre, para aquellos que dicen bar de mala muerte, sí, quizá. Pero quizá la mala muerte es la suya, pues quien vivió y murió sin haber estado en un bar, padece de pacata vida, de la verdadera mala muerte.
Y estábamos en la barra de un bar. Un futuro presidiario en espera de condena, el que corta los boletos en el terminal de un pueblo que no recibe turistas y yo, un perfecto forastero al paso de cantina. Los tres, tratando de arreglar en algo nuestras vidas echadas a la barra. Nadie lo dijo con certeza, salvo el calmo criminal, pero todos hablábamos sintiéndonos condenados a algo, con un tono de resignado a la pena, como si los tres estuviésemos hablándonos cada uno desde su cruz, yo teniendo la certeza de no ser el del medio. Y así, desde nuestras cruces, desde un pueblo que no es tomado en cuenta en los mapas, tratábamos de arreglar el mundo.
Se vuelve a apagar el disco, cansado de girar. Estoy seguro de que nadie seguía ni letra ni ritmo de ranchera, sólo lo escuchábamos como murmullo, murmullo que llenaba los espacios en silencio de vidas al narrar. Creo que fue el pavor al silencio, al sentir que sólo la voz era toda la atención. Eso fue lo que nos dio miedo, lo que nos dio todo el derecho de exigir a la cantinera otra vuelta al disco, otra vuelta a esta barra.
Dejé mi puesto, mi vaso a medio vaciar, y una historia que para mí terminó con el llanto del niño que cuando grande sería preso. Cuando paso al baño mi amigo ríe, todos ríen en esa habitación, menos yo que llegué demasiado tarde para el chiste. Entro al baño, y desde ahí sólo se escuchan las risas, la carta número tres es apenas un susurro. Comienzo a mear, comienzo a leer, y me topo con la siguiente frase "El que serríe le gusta el pico (sic)". No pude evitar la carcajada. Salgo del baño todavía riendo. Ahora soy sólo yo quien ríe en la habitación. Mi amigo hace detener la historia de un viejo, todos me miran mientras me pregunta que si estaba en la barra, si estaba bien. Le respondo que sí y con eso se conforma. El viejo prosigue su historia, yo sigo mi camino.
Nunca supe por qué aquel preso lloró cuando niño. Ahora hablaba el de los boletos. Hablaba de su hijo, un niño que no lloraba en su historia, sino que era el mejor de su curso, que era bien educado, que era su esperanza. No me atreví a decir palabra. No me atreví a decir, por ejemplo, que mi amigo y yo y otros tantos, estábamos ahí para que los niños como su hijo sean lo que él se esperanzaba que fuera, decir por ejemplo, que nuestro trabajo tendría como fruto a largo plazo, la menor cantidad de niños presos cuando grandes, la menor cantidad de futuros cortadores de boletos de un pueblo que no tiene turistas. Pero presos y cortadores de boletos habrán siempre. En ese momento no lo supe con certeza, pero creo que por eso callé. Sólo bebía, sólo escuchaba con claridad la letra de la ranchera, las risas de la otra habitación. Ahora la voz del corta boletos era el susurro.
Volví con mi compadre, que a esa altura sólo pagaba con rondas de cervezas a los parroquianos por las historias que le contaban. Me volví a presentar. Cardani, respondí a la pregunta de cuál era mi gracia. Ellos dijeron nombres que ahora no recuerdo, salvo el de Melipilla. Melipilla, porque era nacido y criado ahí, pero que hace años había dejado de ser forastero en estas tierras. Melipilla sólo reía: contaba algo, respondía preguntas y su punto final era una risa. Era agradable, pero hostigoso, algo así como comer mucho manjar, mucho hablar con él cansaba. No recuerdo si se fue porque se dio por enterado o porque se dio por ebrio, pero a fin terminó yéndose, siendo el último invitado a nuestra mesa en irse. Han de haber sido como las once. Lo recuerdo porque la cantinera con complejo de Cenicienta se tenía que ir a las doce, y con ello se acababa el bar. Calculé el tiempo y le dije dos Maltas. Las últimas dos Maltas las conversamos con mi compadre, pensando qué pasaría si nuestros compañeros que a esa hora dormitaban en sus camas o intentaban procesar lo escupido por la tv, conocieran a la desdentada de las dos cría y su historia, si vieran a un leñador, cayendo como los árboles que él tumba a sus pies, muerto en alcohol, resucitado al agua, si alguna vez tuvieran la ocasión de intentar pararlo, si tuvieran la oportunidad de escuchar de propia boca las historias nacidas y muertas en un bar, de mala muerte según ellos, si alguna vez tuvieran, a esta altura, la valentía, de sentarse a conversar en la barra con un criminal y un cortador de boletos, en un pueblo tan condenado como ellos mismos. Entones no nos dirían ustedes par de borrachos, ustedes todavía ebrios en busca de putas, como si por eso nosotros deberíamos sentir vergüenza, como si eso les diera todo el derecho de sentirse superiores.